Esto lo publiqué ayer, 3 de mayo de 2017, en mi Facebook; después de que terminara una de las represiones más fuertes que ha arremetido el gobierno de Nicolás Maduro en contra de los manifestantes que protestaban en las calles de Venezuela. Lo escribí con el corazón triste, muy triste, después de que una ballena arrollara a un chico y de que la Guardia Nacional asesinara a Armando Cañizales, de 17 años.
Sin embargo, lo posteo
hoy aquí para inmortalizarlo. Para poder volver a leerlo dentro de algunos años
y recordar que en 2017, el pueblo venezolano vivió una de sus más terribles
pesadilla. Tanto los que estaban dentro del país como los que estábamos fuera
de él.
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Actualmente, mi vida
como venezolana fuera de Venezuela se mueve entre dos polos. Por un lado, el
querer aprovechar cada oportunidad y cada aventura que me ofrece el país en el
que vivo ahora; y por el otro, un sentimiento de culpa muy arrecho por no estar
allá, dejándome la piel en la calle como todos los que están luchando por mi
país. (Porque quienes luchan no son anónimos. Son mis amigos, los papás de mis
amigos, mis profesores, mis conocidos. Y son ellos quienes están siendo
reprimidos, detenidos, amedrentados.)
Es tener el corazón
dividido. Es estar físicamente aquí, pero con la cabeza allá. Es no estar en
ningún lugar. Es vivir una doble vida. Es reír cuando quiero llorar, mantener
la mente ocupada para no pensar y saturar mis redes sociales con toda la
información que me llega porque no se cómo más ayudar.
Es entender que la
mayoría de las personas que tienes alrededor no entienden nada de lo que
sientes ni de lo que pasa. Y que tampoco les importa. Y que está bien, porque
así de injusto es el mundo.
Es vivir en una
montaña rusa emocional que no tiene final. Es bipolaridad al máximo.
(Y a juzgar por lo que
he visto en RRSS, creo que no me equivoco al afirmar que este es el sentimiento
de muchos.)
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