Hace unos días recibí un correo de mi papá con un pequeño cuento
que Rosa Montero publicó en su columna semanal en el diario El País de España.
Como soy demasiado curiosa, me puse a googlearlo y me di cuenta
de que la historia, aunque atemporal y siempre vigente, fue publicada en mayo
de 2005, y se puso "de moda" nuevamente el 04 de enero de de este año
cuando una agregador de noticias lo publicó. Rápidamente el cuento de Montero
fue reproducido en blogs (como aquí) y enviado por e-mail, y el link fue
viralizado a través de las redes sociales. Las visitas a la página fueron
tantas que se convirtió en la noticia más vista ese día en El País.com.
Al leer esto me puse a pensar en el poder de las redes sociales,
más allá de mantenernos conectados. Cuando esta historia se escribió, twitter
no había nacido (2006) y facebook estaba en pañales (2004). Sin embargo, 7 años
después, estas herramientas hicieron que la historia de Montero le llegara al
doble de personas (Más info).
Entonces recordé el
eterno conflicto entre el papel y la era digital. Si la columna de Montero
hubiese sido escrita sólo en papel, quizá la mitad del universo de personas que
pudo leerla nunca hubiese tenido acceso a ella. ¡Vamos! que es simplemente una
columna, no hablo de "La loca de la casa" o de "La historia del
rey transparente".
Y no me malentiendan, soy de las que cree que no existe nada
mejor que leer en papel, pero también reconozco el boom y la importancia de la
lectura digital.
Lo bueno de internet es que inmortaliza cosas y las hace
accesibles para todos; lo bueno la de las redes sociales es que son capaces de
viralizar un texto como el de Montero, escrito en 2005, y colocarlo en el
"hoy" de muchos.
Cosas como estas suceden a diario con frases de filósofos,
poetas y escritores que existieron siglos y milenios atrás, y que hoy están más
presentes que nunca. ¿Quién no lee a diario una frase inmortal de Aristóteles
en twitter? Gracias a la era 2.0 las personas no mueren, perduran, no sólo en
la memoria, sino en el presente colectivo.
En todo caso, la historia
está tan increíble que aquí se las dejo.
¡Disfrútenla!
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El Negro
Por: Rosa Montero
Estamos en el comedor estudiantil de
una universidad alemana. Una alumna rubia e inequívocamente germana adquiere su
bandeja con el menú en el mostrador del autoservicio y luego se sienta en una
mesa. Entonces advierte que ha olvidado los cubiertos y vuelve a levantarse
para cogerlos. Al regresar, descubre con estupor que un chico negro,
probablemente subsahariano por su aspecto, se ha sentado en su lugar y está
comiendo de su bandeja. De entrada, la muchacha se siente desconcertada y
agredida; pero enseguida corrige su pensamiento y supone que el africano no
está acostumbrado al sentido de la propiedad privada y de la intimidad del
europeo, o incluso que quizá no disponga de dinero suficiente para pagarse la
comida, aun siendo ésta barata para el elevado estándar de vida de nuestros
ricos países. De modo que la chica decide sentarse frente al tipo y sonreírle
amistosamente. A lo cual el africano contesta con otra blanca sonrisa. A
continuación, la alemana comienza a comer de la bandeja intentando aparentar la
mayor normalidad y compartiéndola con exquisita generosidad y cortesía con el
chico negro. Y así, él se toma la ensalada, ella apura la sopa, ambos pinchan
paritariamente del mismo plato de estofado hasta acabarlo y uno da cuenta del
yogur y la otra de la pieza de fruta. Todo ello trufado de múltiples sonrisas
educadas, tímidas por parte del muchacho, suavemente alentadoras y comprensivas
por parte de ella. Acabado el almuerzo, la alemana se levanta en busca de un
café. Y entonces descubre, en la mesa vecina detrás de ella, su propio abrigo
colocado sobre el respaldo de una silla y una bandeja de comida intacta.
Dedico esta historia deliciosa, que
además es auténtica, a todos aquellos españoles que, en el fondo, recelan de
los inmigrantes y les consideran individuos inferiores. A todas esas personas
que, aun bienintencionadas, les observan con condescendencia y paternalismo.
Será mejor que nos libremos de los prejuicios o corremos el riesgo de hacer el
mismo ridículo que la pobre alemana, que creía ser el colmo de la civilización
mientras el africano, él sí inmensamente educado, la dejaba comer de su bandeja
y tal vez pensaba: "Pero qué chiflados están los europeos".
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